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David Anaya Maya is an artist currently shedding light into queer mythologies, interconnecting bodies and species, and invigorating tropical sensibilities. Born in Bogotá D.C. and raised in rural Colombia they currently live and work in New York City. After graduating as ‘Maestro’ from Los Andes University in 2004, David has shown their work internationally and has explored an extensive range of materials, mediums and concepts. As an artist, curator, writer, teacher and art collective organizer, David has expanded seminal interconnections between peoples, bodies, identities, species and ecosystems. David has been awarded with fellowships and residencies in Colombia, The Banff Centre in Canada, The Drawing Center in New York, and the New York Foundation for the Arts. Two of their drawings are part of the collection of the Leslie Lohman Museum of Art.

SP

Mi primera pintura al óleo es un retrato de mi madre (2001). Cuando lo terminé me pregunté a mí mismo quien había pintado ese retrato. Me respondí con el nombre que me dio mi madre y ese es el nombre que uso desde entonces. 


Las pinturas que hice inmediatamente después, no tenían pintura y la tela no estaba preparada. Son pinturas hechas con acciones metafóricas y materiales que provienen del mundo maternal en el que crecí. En el año 2002 Armin Tröger era mi profesor de pintura. Armin revelaba su religiosidad con profundidad y masculinidad por igual, de tal forma que mi voz andrógina, aún adolescente, contrastó profundamente cuando le hablé de la dimensión espiritual de mi relación con las mujeres que le dieron forma a mi vida, que aún me inspiran, y con quienes aprendí a tomar café cuando era niño, como un rito de transición adolescente, que me ayudó a construir mi ser y mi identidad. Armin me ayudó a ver la naturaleza trascendente de esos rituales y a reconocer la influencia de esos símbolos en mi forma de ser en el mundo. A esas obras primigenias les llamé Accesos.


La Sábana del Inocente fue la última pintura de esa serie de obras, hechas con tela cruda y café. También fue la última pintura hecha en mi taller de La Iliada, la casa de mi madre. Ese taller comenzó como un espacio de trabajo sobre mi cama, que luego se expandió a toda la habitación, y un par de veces se extendió sobre el jardín de la casa, en el territorio que hoy es la reserva forestal Thomas van Der Hammen, en Bogotá. Durante mi vida he tenido más de una docena de talleres, ese fue el primero. El siguiente que tuve era una casita de ladrillo y piedra originalmente construida por mi abuelo como un invernadero para albergar la colección de cactus de mi abuela. Ese segundo taller con el tiempo se convertiría en mi primera casa. El invernadero había sido un regalo de mi madre, y era una edificación pequeña asentada en la misma tierra en la que ella vivió desde niña, a unos tres minutos a pie de su propia casa. 


Desplazar el taller a ese nuevo lugar había sido intensamente simbólico para mí, y me había traído un profundo sentimiento de separación física y emocional. Vivir en otra casa fue para mí un recordatorio de que también vivo en otro cuerpo, que no es el de mi madre, ni el de mi abuela, ni el de mis tías, sino el mío propio, que es diferente. En esa casa en la que ahora vive mi madre, solo viví unos pocos años a pesar de haber tardado mis primeros 18 años soñando con construirla. Financiar su construcción tardo tanto tiempo que cuando finalmente estuvo lista, mis hermanos y yo ya nos estábamos convirtiendo en adultos. De ese rompimiento surgió la primera pintura que hice en mi nuevo taller. Es un escroto rojo que cuelga de una puntilla y se llama La Bolsa del Infiel. 


La siguiente pintura que hice se llamó La Lápida del Prófugo, y es literalmente, una pequeña tumba en la que dos abejas parten hacia el mas allá en rumbos opuestos. Creo que es el momento en el que mi identidad binaria muere, y comienzo a identificarme autónomamente como pérdido, un concepto poético que a falta de un concepto consensuado en esos tiempos, me sirvió para definir una identidad mariquita, no binaria, e intergénero (todavía esta palabra no existe en el diccionario). 


Desde entonces uso tijeras de costura para hacer arte. En mi casa siempre hubo tijeras de sastre porque mía abuela, durante gran parte de su vida, tuvo un salón de modas. Como modista, ella consiguió amasar un pequeño capital. Con ese dinero compró la tierra en la que vivió su vejez y en la que progresivamente se convirtió en jardinera y botanista. Heredar la tierra de mi abuela fue como recibir su legado simbólicamente. En esa tierra están sembrados árboles frutales y ornamentales que ella misma germinó y cultivó por décadas. Pero al mismo tiempo ese es el lugar que le dio a ella la libertad de construir una identidad y una visión del mundo autónoma. Mi abuela fue matriarca de una familia pluriétnica de cinco hijos. Era una familia de artistas que vivían en la misma tierra, en casas aledañas. Uno de ellos tenía un apiario que producía miel. Como tengo una alergia mortal a la picadura de abejas, tener un apiario tan cerca de mi casa me causaba terror. Varías veces en mi infancia estuve incapacitado durante varios días con mis orejas, mi cuello, o mis brazos deformados por picaduras de abejas. Entre el miedo a la guerra, la violencia, la homofobia y los insectos, desarrollé un gran temor por salir de mi casa, deambular por el jardín, y por extensión simbólica, por estar en el mundo. 


A mis veintidós años cuando mi propio aislamiento se volvió intolerable, tuve que encontrar la fuerza para defenderme del veneno del miedo y hacer mi lugar en el mundo. Una tarde en la que una abeja enfurecida entró en mi taller, me armé de valor y en lugar de salir corriendo, la maté. Pero en lugar de celebrar esa miserable victoria, sentí dolorosamente las consecuencias de mi propia libertad y por un momento preferí no tenerla. No creo que mi vida valga más la pena que la de una abeja, pero aún así vivir es mi elección. Escojo la vida sobre la muerte siendo consciente de que mi vida implica otras muertes. Por eso al escoger el mundo en el que quiero vivir, escojo el mundo que dignifica la muerte que hace posible nuestras vidas, el mundo que tiene la capacidad de responderse a sí mismo. 


En parte motivado por esa sensación, para mi exposición de grado concebí un espacio habitado por una forma fálica sugerida por miles de florecitas de tela negra recortadas a mano y delicadamente dispuestas sobre el piso. Unas tijeras de sastre que cuelgan del techo, sostienen el cuerpo sin vida de una especie de abeja cuyo veneno tiene el potencial de matar personas alérgicas como yo. Esa instalación tiene un carácter fúnebre, en él mi masculinidad parece estar siendo velada. Mi cuerpo es Un Lugar para Morir, porque es un lugar en el que tengo la libertad de construirme con la misma autonomía con la que mis mujeres crearon, habitaron y aún sostienen sus vidas y los lugares que habitan, muy a pesar del mundo patriarcal en el que viven. 


Ser mariquita e intergénero en un tiempo en el que la mayoría de las sociedades son patriarcales, machistas y homofóbicas, implica mucha soledad. Para mí ese sentimiento de aislamiento es una herida que nunca se cura. En el mejor de los días, siento que es una herida cerrada que ha dejado una cicatriz dolorosa. En mi corazón, ese dolor había alimentado el anhelo profundo por compartir ese cuerpo construido que yo seguía habitando solitariamente. Una obra recurrente en esa época fue la instalación momentánea de la abeja y las tijeras colgando dentro de edificios en construcción. 


Para el año 2005, todas las noches y durante mucho tiempo, dibujé esa sensación de soledad y ese anhelo por compartir el cuerpo. Esos dibujos se convirtieron en una serie de signos a los que llamé Lengua Muerta. Ese mismo año mi tío y tutor, el arquitecto y pintor Guillermo Arriaga Maya murió. Intuitivamente aprendí a tallar piedra para hacer su lápida en mármol blanco. También comencé a trabajar para la Funeraria Gaviria como asesor de rituales y comisionada por Clara María Cardenas, pinté la Pintura Muerta. 


El amor se había presentado, sin duda como respuesta a ese manifiesto visible en el que se había convertido mi ser en el mundo. No era mi identidad, sino la identidad del mundo lo que ahora me preocupaba. En el año 2006 yo no tenía dinero para pagar la entrada al museo de la Quinta de Bolívar. Por eso fui y me paré frente a la taquilla desde donde se podían ver los jardines y recogí del piso una hoja seca del jardín que estaba a mi alcance. Presenté una propuesta y me gané una pequeña beca de creación de la alcaldía de Bogotá, con la que quise darle dignidad a esa muerte y rescatar del olvido esos fragmentos del jardín que perteneció al “Libertador”. Celebré la libertad implícita en la revolución independentista, democraticé simbólicamente la muerte en el jardín y de los seres vivos en general, fundando pequeños monumentos funerarios tanto para las aves como para los árboles, los arbustos, los insectos y las flores. Les llamé Repúblicas porque aspiraba a que esa metáfora se convirtiera en una realidad para el país, que dejaran de existir tantas muertes olvidadas, tantas libertades oscurecidas y extinguiéndose, tantas desigualdades inhumanas. Desde el periodo colonial, Colombia ha sido un país que no ha dejado de estar en guerra. 


Usando las obras del jardín de la Quinta como referente, en el año 2007 concebí una serie de obras similares para realizar en Guaduas, Cundinamarca, el pueblo natal de Policarpa Salavarrieta —espía y heroína cuya condecoración honorífica le había sido otorgada a mi madre—. Esas obras nunca se realizaron, pero esas mismas ideas me ayudaron a ganar una beca para residir por tres meses en Banff. Allá tallé piedra todos los días e inauguré la muestra Paisaje Salvaje que incluía nuevamente la presencia de una abeja y una flor difuntas, así como una metáfora de Partida, en la que una entidad dividida da origen a dos formas homólogas que viven y mueren casi de la misma manera y casi al mismo tiempo. Al final de la residencia conseguí un carrito de carga para transportar una obra que pesaba por lo menos 120 kilos. Jalé el carrito siguiendo un sendero que subía por una colina cercana a mi taller y tuve que arrastrarlo, alzarlo y empujarlo cuando el camino se extinguió y la colina se hizo más empinada. Una colega artista que me vio a lo lejos, vino a ayudarme en el momento en el que más necesitaba su ayuda y con ella dispusimos la piedra en la cima de la montaña. La obra es un rectángulo rojo y caliente, conectado y separado a la vez por la forma orgánica de la piedra helada. 


Del Canadá traje un profundo deseo por explorar nuevos materiales, mantener un diálogo abierto con artistas de otras latitudes y trabajar en favor de la conectividad entre ideas disímiles y sensibilidades diversas. También quería mostrar en Colombia las obras que había hecho y propiciar espacios para ver, hacer y conversar. Inspirade en la simplicidad y practicidad de mi taller en Banff, construí un nuevo taller en guagua contiguo a mi pequeña casa-taller. Lo llamé Galería 3er Módulo porque era la tercera edificación que surgía en ese territorio. Lo inauguré con la exposición Certezas para Retornar. En esa inauguración me reencontré con mi colega la artista Margarita Vásquez con quien iniciamos un proceso de creación colectiva que terminaría dando origen a la Fundación Paramus, una organización que tenía el fin de fomentar la conectividad entre artistas y la creación de públicos para el arte. Durante siete años trabajamos juntos, bajo la metáfora de un ecosistema creativo rico y diverso en el cual pudiéramos florecer, fomentar una visión incluyente, dinámica y abierta, y hacer parte del mundo como artistes. 




Durante esos años, conversar y escribir fueron las formas de arte más recurrentes en mi práctica. Realmente trataba de expandir y transformar mi mundo, pero sobre todo de participar de él sin perder autonomía. De cierta manera, Paramus fue un largo y minucioso performance que ocurrió gracias a un sin número de instituciones culturales, galerías de arte, espacios independientes y universidades. Nuestra voz promulgaba casi religiosamente, una visión utópica del mundo en la que el arte conecta los seres, las cosas y los lugares, celebraba las diferencias, similitudes y ambigüedades del mundo material, conceptual y abstracto, y hacía su mejor esfuerzo por revelar la belleza implícita que motiva toda pulsión creativa. Mi nuevo taller siguió teniendo el carácter de una galería con una programación modesta, una biblioteca y varias mesas de trabajo fáciles de mover. Un día cualquiera el gallo de mi madre amaneció muerto en el gallinero. Su cuerpo espléndido y solemne reactivó la fascinación que tengo desde la niñez por las plumas de las aves que encontraba en el jardín de mi abuela. Plumas de gansos, patos, colibríes, gallinas, copetones. El plumaje de este Gallo Muerto que yacía sobre el suelo era de una belleza excepcional. Sus ojos cerrados y su cuerpo esbelto le hacía parecer en un viaje estático hacia una forma de realidad que traté de dibujar. 


Tiempo después me inscribí en la Universidad de Antioquía para estudiar Ingeniería de Materiales. Intuitivamente, mi practica en el taller involucraba cada vez más la manipulación de materiales desconocidos y exploraciones plásticas, de la misma forma en que mi trabajo en Paramus involucraba cada vez más intensamente al diálogo, o el intento por dialogar, con instituciones edificadas por infinitos procesos burocráticos, complejidades organizacionales, y estratos sistémicos. Quería entender la materia y sus propiedades y explorar su comportamiento en circunstancias variables, tanto como quería hacer lo mismo con el mundo y la sociedad. Con la guía y sensibilidad de Claudia Silva llegué a experimentar cierto sentido concreto de acción, posibilidad y misterio en la materia, pero como gestor cultural de esa sociedad en la que vivía me defraudé, llenándome de una abrumadora sensación de imposibilidad e indescriptibles limitaciones abstractas. Mis cruces tienen que ver con esas revelaciones y esas contradicciones.


Estuve un largo tiempo sumergide en las delicias de la utopía. Creía profundamente en que el mundo podría ser reinventado, tal cual como yo había reconstruido mis lugares, mis símbolos, mis órganos transgénero. Pero el mundo no puede ser reinventado, solo puede ser expandido.   


De la guerra y sus razones se hablaba poco cuando yo era niño. Era como una dimensión de la realidad que los adultos se esforzaban por mantener aislada de nuestro mundo. De lo que sí se hablaba era de la violencia, como una fuerza caprichosa que existía en el mundo, ejercida por personas sin sentido común, en algún lugar no nombrado y lejano. Aún hoy en día a la guerra se le ve poco en las ciudades que yo conocí en la niñez, pero se le siente entre la carne y los huesos, entre el cemento del andén y los charcos de agua lluvia, entre la familiaridad y la desesperación de quienes viven en la calle, entre las cercas con púas y las chapas reforzadas, en el miedo a la noche, a la desnudez, a hablar en voz demasiado alta. Dibujé la guerra, dibujé la masculinidad que la impulsa, y dibujé la muerte que eso provoca, pero lo hice con la misma naturaleza indefinida con la que se me presentaba la guerra en ese momento. Dibujé un hombre deshumanizado, dibujé un niño decapitado, dibujé un escudo humano, dibujé y pinté la cabeza de otro niño muerto, dibujé un orinal chorreando que me hacía pensar en la obra de ese hombre europeo, blanco y cisgénero, que firmaba como R. Mutt. 


También pinté la bandera de Colombia. Denuncié lo que para mí parecía ser la enfermedad que sufría el país, y lo hice porque quería diagnosticarlo, sanarlo, mejorarlo, edificarlo, liberarlo.


Pero la violencia no era la enfermedad, ni la causa de la enfermedad, sino uno de los pocos síntomas que hacen visible al conflicto. Aunque yo no sabía eso, en parte porque toda la vida había vivido protegido dentro de un un jardín de flores, rodeado por árboles cultivados por mi abuela. En el privilegio que me fue otorgado por esas mujeres, mi único temor era la opresión machista que era fácilmente perceptible en el mundo más allá de las cercas de mi jardín. Para mí, ese machismo era solamente un sentimiento oscuro que iba y venia, así como yo iba y venía en el mundo, un conflicto ocasional que solo tenía que confrontar ocasionalmente. En el año 2012 yo aún mantenía un diálogo con el mundo, casi exclusivamente a través del arte y con él quería derrotar el conflicto político que agobiaba mi mundo pero también que parecía imposibilitar mi participación en mi supuesta comunidad.  


Para mí, Paramus también había sido una manera de salir del jardín de mi abuela, de construir mi propio lugar en el mundo, de conectarme con otros territorios y con otras realidades. Por eso después de tres años trabajando con mi propia ONG, mientras seguíamos vislumbrando alternativas para darle continuidad a nuestras utopias, empecé a sentir una necesidad cada vez más urgente de identificar las estructuras de ese mundo que ya me parecía poco susceptible al cambio y a la diversidad. En ese momento fui invitado por Lucas Ospina y Diana Camacho a realizar una exposición individual para el 14 Salón Regional de Artistas en Bogotá. Yo iba a cumplir 30 años. Ese mismo año la embajada de España me envió una carta de rechazo diciendo algo cómo: usted no cuenta con los medios económicos suficientes como para visitar con medios legales el territorio europeo. La misma carta me fue enviada dos veces más por la embajada de Italia, en donde alguna vez también agregaron: sus ingresos anuales alcanzan para pagar una cena con dos amigos en Italia. Quizás me fue imposible no leer esas afirmaciones institucionales a nivel simbólico. Mis esfuerzos por dialogar con el mundo, por conciliarme con él, por entenderlo, no eran suficientes para hacer parte de él. Me sentí encerrado en mi propio país, me sentí ahogándome en mis propias utopías, e incapaz de salir del jardín de mi abuela. Esa búsqueda simbólica y melancólica por construir mi propio mundo, se materializó en Ciudad Pérdida, que construí con los pedazos de mosaico que recogí de un piso en Italia cuando tuve la suerte de recibir el apoyo político necesario para obligar a la embajada a otorgarme una visa condicional por 30 días. 


Había estado en Europa como quien penetra propiedad privada sin ser invitado. Sentí que las estructuras de poder que condicionaban mi realidad, también me mantenían al margen del mundo. Por eso cuando regresé a Colombia, encontré refugio en la privacidad de mi hogar, en mi propio cuerpo y en mi sexualidad. Me entregué a los placeres del amor y el cuerpo, y eso fue lo que dibujé. Dibujaba a mis amantes tan a menudo como se presentaba la ocasión. Quería sumergirme en una parte del mundo que no me hiciera sentir cautivo. De súbito, mi madre me regaló un viaje a Nueva York. La embajada me dio una visa por diez años a pesar del poco dinero que tenía. Viajé justo a tiempo para ver el Gay Parade del verano del 2013. Me bastaron dos días para enamorarme perdidamente y por eso regresé en el invierno. De manera totalmente inesperada me fui a vivir indefinidamente a Hampton Bays, NY. Allí seguí dibujando y pintando imágenes homoeróticas, cada vez más cargadas psicológicamente, históricamente, y simbólicamente. Unos pocos meses después el Leslie Lohman Museum adquirió dos dibujos que habían sido hechos en ese taller de los Hamptons, sin calefacción, que quedaba en el sótano de la casa en la que vivía con mi novio, Cameron Prather. 


Cuando regresé a Bogotá recibí noticias de haber ganado una beca en el Drawing Center de Nueva York. Se trataba de una pasantía curatorial, pero el proyecto incluía dibujar durante la residencia. Mi ser artista y mi ser curador seguían cogidos de la mano. En gran parte había ganado esa beca por mi trabajo con Paramus. Era el año 2014. Estuve en Nueva York durante tres meses y cuando regresé fui invitado al Programa de Artistas en Diálogo. Ese fue el último evento que organizamos con la fundación. 


Durante ese periodo retraté a algunos amantes, siempre bajo un carácter psicológico y simbólico. Al final, había logrado expandir, no el mundo, sino mi propio mundo y cambiar mi realidad. Estaba cada vez más lejos del jardín de mi abuela, y del mundo que quería cambiar en un principio. Sin embargo ese viaje también terminó y tuve que regresar a mi taller de bamboo a seguir pintando retratos simbólicos y series de flores. En Bogotá también pinté la serie de Bouganvillas. 


Esos retratos y esos cuerpos que exploraba visualmente en ese momento, eran dos temas distintos. Los cuerpos, los sexos, los géneros parecen ser un tema formal, un género artístico en sí. Y el retrato de caras sin cuerpos, de seres que existen más allá de su propia materialidad, independientemente de sus características físicas, es, otro género. De allí la importancia de esas acuarelas del año 2016. Pintadas en mi diminuto taller de Nueva York, un escritorio metálico en la cocina del apartamento de quien luego se convertiría en mi esposo. Casi como presencias etéreas, estas fantasmagóricas figuras multigénero flotan en un mundo sin gravedad. 


Los siguientes dibujos fueron digitales y fueron hechos durante mi periodo de emigración a los Estados Unidos. Me había casado con John McMahan y había comenzado a construir una vida en Nueva York. Había pasado de vivir en un realidad con mucho espacio a una con muy poco. Mi relación con el mundo también cambió y la sensación de tener el poder de cambiar el mundo ya no existía. Lo que había ahora era la necesidad de cambiarme a mí mismo, de encontrar mi lugar para poder ser en otro mundo. El mundo a mi alrededor había cambiado, quizás no de la manera en que yo esperaba, sino en la manera en que eso era posible, como resultado de la interacción con el mundo que estaba a mi alcance y no con los mundos o partes de esos mundos con los que nunca realmente llegué a interactuar. En muchas ocasiones, el mundo es sordo. Esos dibujos digitales del 2016 fueron comisionados por Ana Karina Moreno para una exposición que invitaba a pensar las fronteras. Las fronteras de género y las fronteras políticas se atraviesan más fácilmente en el mundo digital. Eso me permitió hacerlos en Nueva York e imprimirlos en Bogotá, y eso también es una metáfora de la manera en que la vida estaba ocurriendo para mí en ese momento. 


En esa época comencé a trabajar para Dia Beacon. Tres veces a la semana tomaba un tren desde Gran Central Station en Manhattan y regresaba en la noche. La interacción con la colección del museo, la sensación de estar en un viaje onírico permanente, el hecho de casi por completo dejar de hablar en español, fue progresivamente cambiando mi percepción del arte y del mundo. Comencé a escribir y a dibujar en pequeñas libretas sin dejar a un lado la acuarela. Mi taller aún se limitaba a una mesa de trabajo en la que ahora era nuestra cocina, así que el formato de mi trabajo siguió siendo pequeño, e íntimo. En esa época la intensidad y la extensión de mi presencia en el mundo se redujo considerablemente, y mi vida se centró apasionadamente en el amor y el deseo por mi esposo. Al desprenderme del mundo y los lugares en los que crecí, mi realidad adquirió un carácter inmaterial, y la interacción con memorias de mi propio pasado y visiones de mi propio futuro se hicieron cada vez más frecuentes y mas necesarias. Eso se refleja en la naturaleza psicológica, surrealista e imaginaria de las acuarelas del 2018.


Dentro de esa serie de imágenes, la imagen que establece una relación entre frutos, sexos y plantas me parecía contener un mensaje más urgente que las demás. Por eso, cuando comencé a trabajar en Dia Chelsea y finalmente pude rentar un estudio en Bushwick, pinté la serie de pinturas verdes del 2019. Hacer esas pinturas me tomó mucho tiempo y muchos conflictos emocionales. Una tras otra, cada pintura trataba de diferenciarse de la anterior pero avanzando un poco más allá, en la búsqueda de imágenes reveladoras. Poco me fue revelado en ellas, pero cuando pinté Sexos en un Campo, la pintura fucsia que surgió repentinamente de ese proceso, comencé a sentir un camino de sentido. Para ese momento decidí dejar ese taller en Brooklyn y mudarme a un taller más cercano en Harlem. En medio de ese proceso descubrí la relación entre el Mito de Origen bíblico y la acuarela en la que pinté una escena de una tarde en los años 90’s en la que me hice el amor a mí mismo bajo el cobijo punzante de la penca espinada de mi abuela y el homoerotismo ardiente de mi propio cuerpo virgen. Descubrí la necesidad de visualizar mi propio mito de origen al pintar mi versión de la Caída del Hombre, la escena pintada por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Al terminar la pintura, la pulsión mitológica estaba presente pero el mito aún no se había revelado. Y el camino de sentido parecía extinguirse. Tuve ese taller en Harlem por unos pocos meses, en los que principalmente escribí sobre esa pulsión. 


Comencé a buscar ese mito, escondido entre imágenes poéticas que comenzaron a surgir al reconocer mi relación erótica con la naturaleza. En marzo del 2020, unas semanas antes del comienzo de la pandemia global que aún no termina, renté mi taller en Long Island City. En este taller escribí este texto y pinté las 21 obras que conforman In the Beginning, mi primera exposición en Nueva York.